domingo, 16 de febrero de 2014

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CONSERVACIÓN EN EL PRIMITIVO CANTÓN DE TIGALATE.
ÁREA DE UNA EXTRAORDINARIA RIQUEZA PATRIMONIAL. (Parte 1)


1. SUS GENTES, LA VIDA DE UN CASERÍO EN EL OLVIDO.

Entre las fuentes históricas, la única referencia conocida que se relaciona con el caserío data de mediados del siglo XIX y se la debemos a Pedro de Olive, que apoyándose en el número de viviendas que lo componen, reseña el de sus habitantes, «tres edificios de un piso, seis de dos pisos y unas catorce chozas habitadas constantemente por dieciocho vecinos, es decir por un centenar de habitantes». Pese a la parquedad de sus datos, la ausencia de trabajos en esta zona confieren a esta cita, junto a los estudios etnográficos, un carácter excepcional.

En este caso, como en otros muchos, el recurso a la etnología se convierte en una necesidad apremiante ante la posibilidad real, en un futuro no tan lejano de la pérdida de nuestros únicos referentes. Esta ciencia ha posibilitado la localización de construcciones insertas en un ámbito rural disperso; asimismo, ha contribuido a revitalizar un patrimonio con el que se encuentran sentimentalmente vinculados sus protagonistas. Es un legado cultural, en el que definido su valor histórico, cultural y etnográfico, se pueden activar adecuadas medidas de conservación e intervención.

De las seis casas de dos pisos reseñadas por Pedro de Olive, los testimonios orales constatan la existencia de dos de ellas; mientras que una tan sólo vive en el recuerdo de los más ancianos, la otra se mantuvo en pie hasta el mismo momento en el que el caserío se despobló a mediados del siglo XX. Sus gruesos sillares han soportado el peso del tiempo; no así, el del abandono.

Casa de dos alturas o «sobradadas», que en su construcción aprovecha el desnivel o pendiente del terreno. A la planta superior se accede a través de una escalera exterior de un solo tramo, conformada por cuatro escalones de piedra seca que se prolonga en un pequeño cobertizo o balcón de madera; recurso muy costoso, por lo que sus dueños debieron de ser labradores pudientes o acomodados. Esta apreciación encuentra respaldo en las fuentes orales; propietarios con grandes extensiones de terreno, no sólo en Barranco Hondo, también en la zona conocida como “Flores” en la que tenían cultivos como el trigo o la viña, que por sus requerimientos de humedad precisaban de mejores suelos.

De la cita de Pedro de Olive se desprende el empleo de distintos materiales en la construcción de sus viviendas; así, junto a la piedra y la teja cohabita el colmo o la paja de centeno. Esto constituye un reflejo externo de las distintas rentas o capacidades económicas de sus moradores a mediados del siglo XIX, pero también durante buena parte del siglo XX en el que «chozas» van a seguir conviviendo con «edificios de uno y dos pisos». Como ocurre en otras partes de la Isla, queda constancia de su existencia entre las fuentes orales que las sitúan en las primeras décadas del siglo XX, ya no sólo como pajeros, para la estabulación y como depósito de pastos y aperos de labranza, sino también como casas pajizas «Esta situación no diferirá en mucho hasta bien entrado el siglo XX, pues aun la gente vivía en chozas o en cuevas, así lo corroboran las fuentes orales, por ejemplo en la zona de los Galguitos» (1).

Los testimonios orales señalan una elevada antigüedad para algunas de sus viviendas, por ejemplo en el caso de la casa de dos pisos «más de trescientos años», pero la práctica ausencia de fuentes históricas, así como la inexistencia de trabajos en esta zona, impiden aventurar cualquier tipo de aproximación.

En parte, este artículo pretende ser una llamada de atención a la erradicación de tales ausencias. Convendría un trabajo interdisciplinar de arquitectura vernácula, en el que arquitectos, historiadores, arqueólogos… llevaran a cabo, conjuntamente, un análisis global de sus elementos arquitectónicos, los cuales arrojarían datos a este respecto.

Las ventanas, en sus distintas tipologías parecen constituirse en un elemento guía; así, mientras que las de corredera son más antiguas, el cristal se introduce con posterioridad en las denominadas como ventanas de guillotina.

(1) MERINO MARTÍN, Pedro. Revista de Estudios Generales de la Isla de la Palma, Núm. 0 (2004), p 168.

2. EL MEDIO FÍSICO.

La escabrosidad del territorio insular palmero propicia que muchos de sus pagos se encuentren delimitados por profundos barrancos, surcados a su vez por otros de menor entidad. Esta circunstancia va a repercutir en la conformación de hábitat dispersos, como el del caserío de Barranco Hondo.

El caserío se ubica unos 300 metros sobre el nivel del mar, en la confluencia de dos grandes barrancos: Barranco de Puente Roto y Barranco de Palitos Blancos, que se unen a la altura del Salto de Tigalate para formar un único cauce. A éstos, se añaden en su parte superior ramificaciones o ramales de otros barrancos. Es precisamente la convergencia de distintos caudales la que explica su emplazamiento; la proximidad a los recursos hídricos, una constante en el hábitat desde época prehispánica.

En la vertiente oriental de la Isla, en su mitad meridional, barrancos y barranqueras apenas han tenido tiempo de labrarse un cauce definido y profundo. Ello se explica por la reciente formación de sus suelos, erupciones volcánicas en época histórica que han dejado poco margen a la actuación de los agentes erosivos. Este hecho geológico repercute en una red hidrográfica poco densa; asimismo se va conformando un paisaje de gran belleza que se caracteriza por la gran profusión de conos volcánicos y búcaros que se diseminan por todo el territorio, con obligados exponentes en el pago de Tigalate: Cueva de El Canal, Cuevas del Salto de Tigalate, Cueva de la Caracola o la Cueva Chica de El Porís.

Entre las cavidades del Salto de Tigalate, ocupadas en época prehispánica a un mismo tiempo como hábitat y cueva sepulcral, una de ellas desemboca en el Porís recorriendo una distancia de unos 2500 metros, lo que la convierte en la mayor oquedad conocida para el caso de la Palma. Este hecho confiere al Salto un especial atractivo, que se añade al que ya tiene por sí mismo esta enorme Depresión. Además reviste interés desde el punto de vista biológico por la gran proliferación de plantas endémicas, especies características del piso basal que en este lugar adquieren unas dimensiones desmesuradas (cardonales, tabaibales, retamares...), por las aves que anidan en estos parajes, corujas, pardelas, grajas...de tal forma, su riqueza patrimonial convierte en obligada su inclusión en un proyecto de conservación global.

3. EL AGUA.

El aprovisionamiento de agua se constituyó, hasta bien avanzado el siglo XX para los habitantes de la Villa de Mazo en un problema histórico; más, a medida que avanzamos hacia las zonas de medianía y costa donde los vientos alisios se precipitan dejando tan sólo una impronta residual de su característica carga de humedad. Este entorno, explica la adopción en el caserío de Barranco Hondo de diversas soluciones como adaptación a un escaso régimen de precipitaciones anuales; insuficientes en años de sequía.

Esta exigencia de no desperdiciar la mínima gota, de un recurso tan estimado desde la propia conquista de las islas y que desde entonces, junto a los repartimientos de tierra constituyeron una fuente de riqueza y diferenciación social, tiene su reflejo en la arquitectura.

De esta manera todas y cada una de las viviendas se dotan de sus respectivos aljibes; dos en algunas de ellas, en tanto que otras se ven obligadas a compartimentar un mismo aljibe, depósitos contenedores preparados por la mano del hombre para recoger y almacenar el agua de la lluvia. Pero entender la significación de estas construcciones implica hablar de una realidad más compleja, pues su entorno también se habilita para facilitar la conducción de las aguas de escorrentía hasta al aljibe.

Así, en este sistema de captación y conducción del agua se trabajan las cubiertas o tejados de las viviendas, en las que se disponen al final de los faldones, aprovechando el grosor de sus muros, canalones de fábrica.

Con igual propósito se construyen lo que en La Palma se conoce bajo la denominación de «tendidos»; en su construcción aprovechan el desnivel o pendiente del terreno sobre el que, previamente aplanado y limpio se extienden capas de mortero de cal.

A modo de «tendido», como recogedero de agua y también con mortero de cal, se trabaja la superficie del aljibe hasta conseguir un plano ligeramente inclinado, de manera que las aguas confluyan hacia su interior, en el que vierten a través de uno o más sumideros.

Variadas fueron las soluciones arquitectónicas empleadas, pero ninguna con carácter excluyente respecto de otra; así, con el fin de obtener el máximo aprovechamiento de un recurso tan necesario como escaso, confluyen en una misma vivienda diversas soluciones con las que se pretende conducir el agua desde los tejados y a través de los caminos hasta el aljibe. Para la conducción de las aguas de escorrentía también se recurrió a la pita, que cortada a la mitad favoreció la desviación de las aguas.

Los casos estudiados no permiten hablar de un aljibe tipo, ya no sólo por sus dimensiones, que nos indican una mayor o menor capacidad de almacenamiento, sino también por su morfología; así, mientras que algunos de los aljibes sobresalen en el terreno a través de unos muros de piedra en su mayor parte revestidos de cal, otros al encontrarse totalmente enterrados se convierten en construcciones apenas perceptibles, aljibes destapados o bien cubiertos con un entarimado de madera.

Frente al descuido de algunas de estas construcciones, que se presentan como meros depósitos subterráneos sin cubierta o entarimado de madera; otros, sin dejar de obedecer a una arquitectura principalmente funcional, dan cabida a lo ornamental. Tal el caso de un aljibe, que sin dejar de estar provisto de elementos funcionales como la coladera, para la purificación de sus aguas o del brocal a través del cual se lleva a cabo la extracción del agua depositada, exhibe unos muros revestidos de cal y profusamente decorados a través de la técnica del esgrafiado. Además, en la construcción del perímetro de este aljibe, fechado en 1890, parece haberse empleado incrustaciones de lapas o de otros moluscos marinos.

Este aljibe se encuentra vinculado a una vivienda que igualmente recurrió a la técnica del esgrafiado; así, sus muros frontales se encuentran rematados, a la altura de sus esquinas por motivos triangulares. Su ubicación, como el empleo de la propia técnica, que requiere de un material como la cal, sin disponibilidad en el entorno inmediato, parece poner de relieve el deseo de ostentación por parte de sus propietarios. Hablamos por tanto de una técnica, que extrapolada del ámbito urbano al rural adquiere la significación de símbolo externo de diferenciación social. Es más, mientras que los muros laterales y posterior de la vivienda; así como los de su contigua se encuentran revestidos parcialmente, su frontal aparece enlucido en su totalidad por un revestimiento de cal. Vemos, como a la parte delantera de la vivienda se le aplica un tratamiento diferencial y preferente; recurriendo, en este caso a la técnica del enjalbeado.

Asociado, incluso anexionado a los muros perimetrales del mismo aljibe, nos encontramos en algunos de los casos una pileta o pila-lavadero de sección rectangular que se levanta del suelo a base de muros de piedra encalados, en las que se llevaba a cabo la colada familiar. Para el restregado de la ropa se disponen en ellas una o dos losas; posibilitando, en este último caso, su uso por más de una persona. Se practicaba así la compartimentación de la explotación entre aquellos vecinos carecían de ellas en el interior de la casa.

Adosado al aljibe, incluso embebido en la misma construcción, nos encontramos con la pila-abrevadero, de donde se obtenía el agua para el consumo de los animales. Con igual fin, también se documenta la existencia de dornajos, estructura hueca practicada en un tronco de madera.

El máximo aprovechamiento de las aguas pluviales también queda de manifiesto en labores domésticas de la colada; así, cuando llovía, bajo el propósito de no desperdiciar la mínima gota de agua lavaban sus ropas en el barranco. Éstos se acondicionaban previamente, de manera que cuando se vaticinaba la avenida de aguas pluviales se limpiaban sus hondonadas en las que se formaban charcos de agua.

En algunos de los tramos del barranco se localizan «eres»; fondos arenosos en los que quedaba depositada, por un tiempo considerable, el agua de la lluvia. En un entorno bioclimático de sequedad, los «eres» se convirtieron en un importante suministro de agua potable para sus habitantes. Más, en época prehispánica en la que no existía más “depósito” que esta preciada reserva.

En los suelos arenosos se cavaban charcos y tras dejar asentarse el limo en el fondo de los mismos, con pencas de tunera o con las propias manos se extraía el agua de los «eres». De sus cualidades ya fueron partícipes desde época prehispánica, debiéndonos plantear así una posible reutilización continua o prolongada desde época prehispánica, hasta prácticamente nuestros días. Es una cuestión que queda en el tintero, a la cual tan sólo puede proporcionar respuesta la arqueología. Lo cierto es que la necesidad apremiante de un recurso como el agua, parece haber conducido desde tiempos ancestrales a aprovechar, por mínima que sea, cualquier fuente de captación; un reflejo de ello, lo encontramos en el aprovechamiento que se hizo del goteo de las cuevas.

Todas las medidas mencionadas se encuentran vinculadas al aprovechamiento de las aguas pluviales; en estrecha dependencia a un régimen de precipitaciones irregular, deficitario en años de sequía, que se resolvió con la apertura de pozos y galerías.

Los testimonios orales coinciden en situar, en los primeros años de la década de los treinta del siglo XX las obras de construcción de un pozo conocido bajo la denominación de “Pozo de la Galera”. A medio risco se excavaron 18 metros, el alumbramiento de aguas subterráneas derivó en la apertura de este pozo, que alcanzó unas dimensiones de 20 x 20 metros. Su apertura fue secundada de una gran celebración, se tiraron voladores y ese mismo día, como acto de inauguración, tocaba la banda de música.

Con sus aguas abastecía no sólo a las gentes del caserío, también a los barrios colindantes, como Tigalate o a otros que, como Tiguerorte o Malpaíses se ubican a mayor distancia. Es más, en barriles y a través del embarcadero del Porís, se llevaba agua hasta la Caleta de Fuencaliente. En un territorio insular caracterizado por su escabrosidad, estas pequeñas calas y embarcaderos ocupan un papel primordial en las comunicaciones y transportes de mercancías que por vía terrestre no encuentran más que dificultades. Éstas quedan de manifiesto en los desplazamientos de los vecinos del caserío, los cuales accedían al “pozo de la Galera” a través de una estrecha vereda en la que unos a otros se avisaban de la caída de los peñascos provocada por los constantes desprendimientos de las vetas. A la peligrosidad se añade otra dificultad, la distancia a recorrer aliviada a medio camino por la presencia en la desembocadura del Salto de Tigalate de un dornajo de madera. En su traslado, ya en baldes sobre sus cabezas o en el mejor de los casos en mulos, siempre se derramaba parte de su contenido, llegando a sus viviendas la mayoría de las veces sin apenas gota de agua.

En la “Galera” también se encuentran “las Piletas”, ocupando el lugar que en su día tuvieron dornajos de tea. Hablamos de un conjunto integrado por unas 7/8 piletas que además de utilizarse como piletas - lavadero, hacían de «bebedero» para el consumo de los animales.

De la misma veta de la Galera, pero más próximo al mar, en su misma orilla, se constata la existencia de un pozo anterior. Será precisamente su cercanía al mar el factor determinante en la búsqueda de un alumbramiento a mayor altura (“Pozo de la Galera”), en tanto que sus aguas tan sólo eran potables cuando descendía la marea.

Los testimonios orales también señalan en las cercanías de el Porís la existencia de otro pozo conocido como “Pozo del Palmero”, en el que se reproducen las mismas circunstancias, un consumo, que por la salobridad de sus aguas, tan solo era posible en bajamar.

Del mismo mar fueron aprovechadas sus aguas, que si bien se utilizaban fundamentalmente para el lavado de sus ropas, también se bebieron; para ello, cuando el mar se retiraba, cavaban pequeños hoyos en la arena de la playa.

El “Pozo de la Galera” quedó inutilizado por los desprendimientos ocasionados durante el temporal de 1957.

En su defecto, en la desembocadura del Salto de Tigalate, en uno de sus márgenes comienzan las obras de construcción de la “Galería”. Se excavaron unos 10/12/15 metros sin alumbrar aguas en el subsuelo, por lo que las obras fueron paralizadas dejando incluso los compresores que hoy día se encuentran tirados en el cauce del barranco.

4. ACTIVIDADES ECONÓMICAS.

«El año 1880 fue un año memorable de Mosto en flores y miserable de higos en la costa.» Apunte anónimo en un catecismo de la época.

4.1 LA AGRICULTURA.

La agricultura era fundamentalmente una economía de subsistencia, muy vulnerable a las sequías y a las sucesivas plagas. Las fuentes orales recuerdan con especial consternación, por los estragos ocasionados en sus cosechas, la sequía de 1948 a la que se añadieron otras en años alternativos a lo largo del siglo XX. De la escasez de lluvias también queda constancia documental en un libro de catecismo fechado en 1862.

El agro palmero también se vio gravemente afectado por plagas de cigarrones, insectos que eran arrollados con el aire sahariano. Para desorientarlos se reunían los vecinos haciendo sonar calderos o sus manos, a base de palmetazos.

Las labores más arduas en el mundo rural también aunaban los esfuerzos de todos los vecinos; a la llamada de uno acudían los demás, agilizando en gran manera las tareas del campo como la sementera, la recolección o la trilla, operaciones conocidas en La Palma como «gallofas». El fin de la jornada laboral venía marcada por el “reloj solar” y se intentaba aliviar el trasiego de las horas a través de cánticos.

4.1.1 CULTIVOS.

Lo más común era la puesta en cultivo por los propietarios de sus propios campos de labor. Con todo, también se daban los casos en los que se recurría al arrendamiento o bien al sistema de aparcería, en el que el dueño de la cosecha se reservaba para sí dos terceras partes de la misma.

En una economía de secano, cultivos como la vid, por precisar de una mayor humedad, encuentran escasa representación en Barranco Hondo, donde ocupan zonas dispersas. Por lo general, se ubican en las partes altas, donde algunos de los moradores del caserío tenían sus pequeños viñedos, en zonas como “Flores”, o “Lomo Gordo”, trasladando en barricas los jugos de sus cosechas.

En cambio, parece haber sido una zona de importante producción cerealera; testigo de ello es la gran profusión de eras, cebada, centeno... En tanto que cultivos como el trigo o el millo, por aclimatarse mejor a zonas de mayor humedad, se dan en proporciones mucho menores. De manera que, en años en los que la producción de trigo resultó deficitaria, se tuvo que recurrir a la compra de cereal importado; en la mayor parte de los casos trigo de muy mala calidad que incluso llegaba con gorgojos. Su consumo, en los años de postguerra estuvo, a través de las cartillas de racionamiento, sometido a restricciones.

Una vez recolectado el grano, se llevaba a la era y con las bestias se trillaba, caso de la cebada, pues para el centeno el proceso de la trilla varía, debiéndose de “paliar” previamente. Otros cereales prescindían del proceso de la trilla, tal el caso de los «chícharos» que se pisoteaban sobre una manta, o de los «chochos» que eran desgranados con el golpeo de una horqueta.

El colmo o paja de centeno se empleaba para tapar las techumbres de los pajeros o tenían como destino la cestería, para la confección de sombreros, balayos, etc. Con el balayo se aventaba, luego se tostaba y finalmente, para su molienda, se llevaba al molino de Mateo en Tigalate; donde se pagaba una determinada cantidad por kilo molido. Somos testigos así de una economía estrechamente dependiente de los arbitrios del tiempo, en una zona donde la inexistencia de una caudal continuo de agua imposibilita el aprovechamiento de la fuerza hidráulica. Ya en 1952 el molino de Mateo Yanes Pérez figura como molino motorizado.

También existían los molinos de mano para uso doméstico, compuestos por dos piedras de moler de sección circular. En su muela superior se clava verticalmente un palo, que contribuye eficazmente a imprimir fuerza al movimiento giratorio que se hace con la mano a fin de que el roce continuo permita la molienda. En ellos se hacía por ejemplo el «roll on» (con pasas, almendras, canela...)... Éstos molinos de mano van a caer paulatinamente en desuso como consecuencia de la aparición del molino que permite la obtención de un grano más fino.

Con esto se obtenía el gofio, alimento base en la subsistencia canaria; por cada 20 kilos de gofio, un almud, se añadían 4/5 kilos de chochos. Mientras que la cebada se pesaba como «grano dulce», los chochos; grano que va adquiriendo un mayor volumen, se hacía como «grano raso». El grano, una vez molido, se almacenaba en cajas de tea, en el interior de las casas; así cada familia tenía su reserva de grano, en tanto que las papas se tendían bajo la cama.

Cultivos como la papa, se encontraban -por exigencias bioclimáticas- muy vinculados al régimen de lluvias anuales, produciéndose pérdida de las cosechas cuando éstas eran insuficientes. No parecen darse así las condiciones más adecuadas para este cultivo de subsistencia; otros, en cambio, como el boniato se adaptan mejor a las zonas de medianía. En el cauce del barranco, se excavaban los suelos arenosos en los que se prendía leña para hacer las «borralleras»; una vez la brasa hecha se separaba y se escogían papas y boniatos de mediano tamaño que luego se tapaban, convirtiéndose esta en una comida muy habitual en la trashumancia de los pastores.

Otros cultivos, como los tunos por su carácter xerófilo parecen encontrar las condiciones idóneas para su expansión; así desde su introducción en el siglo XIX van a poblar amplias extensiones.

Entre las legumbres, los chochos van a tener una mayor consideración en la economía local, a largo del siglo de XIX y durante buena parte del siglo XX, al tratarse de un cultivo, que sin requerir de grandes atenciones, constituía en forma de gofio, un gran aporte nutritivo.

De su importancia queda constancia en la gran concentración de pozos o charcos de chochos que se ubican en la costa, en el Porís. Conforman un conjunto de unos quince pozos y seis tendederos; a los pozos se accede a través de unos escalones, que en uno de los casos se disponen a ambos lados del mismo al tratarse de un pozo doble.

Salvo dos de ellos, de propiedad particular, del resto se hizo uso o aprovechamiento comunal, aunque también de los que se encontraban en manos privadas, conocidos como “pozos de los Toledos”. Cuando los propietarios no los precisaban, los prestaban a sus convecinos.

En Barranco Hondo, a diferencia de lo que ocurría en otros pozos ubicados en la costa cómo los de la playa de la “Salemera” no existían personas que se ocuparan explícitamente de todo el proceso que lleva aparejado el curtido de los chochos; las conocidas como «mareteras o mariteras». Eran sus propios cultivadores o cosecheros, los que se desplazaban; una vez recogida la cosecha a finales de julio y guardada las mieses para la venidera, desde las zonas medias hasta las cotas más bajas para su curtido. En la era se llevaba a cabo el proceso de desgranaje; para separar el grano de la vaina se apaleaba con horquetas y aventaba sobre balayos, y en sacos eran trasladados hasta la costa, en el mejor de los casos en bestias pues lo común era su traslado a hombros. Una vez desgranados y tostados, los sacos se apresaban con hojas de helecheras y con la marea baja se colocaban dos o tres en un mismo pozo. Debía de transcurrir un promedio de ocho días, seis mareas; las necesarias para que el grano perdiera su amargor natural; si bien la cantidad de días se podía ver alterados en función de la salobridad de las mareas o en virtud de la ubicación de los mismos pozos, debiendo de permanecer más días en aquellos pozos que se encontraban más alejados respecto del mar.

En una economía de ahorro, separado el grano de la vaina; ésta era reservada como combustible en el proceso de horneado de los higos, mientras que la cáscara servía de alimento para las cabras.

Transcurridas las seis mareas, los chochos se trasladaban de los pozos a los contiguos secaderos o tendederos en los que se extendían unos siete u ocho días en dependencia de la mayor o menor incidencia de los rayos solares.

En Barranco Hondo, la arboricultura también tuvo notable representación: almendros, nispereros, y durazneros en sus distintas variedades (mollares, amarillos, blancos), se distribuyen por todo el territorio, y otros como las granadas o los mangos en una proporción mucho menor.

Merece especial atención las higueras, por su relevancia numérica; también, por su amplia variedad que permitió alargar considerablemente la temporada de captación del fruto, así por ejemplo la higuera negra, que soporta muy bien las condiciones de sequedad, daba sus frutos en los meses de octubre y noviembre. Ello posibilitó, en forma de higos secos, un consumo ordinario por cada una de las familias que los almacenaba en cajas de tea para su aprovisionamiento anual.

Entre las variedades que se constatan en esta zona: cotios, breveras, higos gomeros, blancos y negros, se dan con gran profusión; mientras que de higos negros y cotios apenas existieron exponentes.

Recogidos los higos a finales de verano, y desechados aquellos en mal estado como alimento para los cochinos, se procedía a su secado. En primera instancia, se recurría a un proceso de secado natural. Para ello se habilitaban al aire libre, con pinillo, retamas o con cualquier otra especie arbustiva como la gamona, tendales en los que permanecían a lo largo de una semana. Igualmente los tunos, en sus diferentes variedades, se tendían al sol, habiendo sido cortados con antelación, o en el interior de alguna covacha que quedara expuesta al sol de la mañana, en las que poco a poco se iban secando.

Pero a finales del verano, con aquellas variedades más tardías como la higuera negra, que precisan de más calor solar para su secado, se opta por un secado artificial; de manera que son horneados, adquiriendo en este proceso un sabor más fuerte. El consumo ordinario de este fruto por los vecinos de Barranco Hondo queda de manifiesto en la gran concentración de hornos, así como por las dimensiones de los mismos que indican la capacidad de albergar de una sola vez cantidades considerables.



Yurena Fernández Castro
Revista de Estudios Generales de la Isla de La Palma, Núm. 1 (2005).

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