Las manifestaciones rupestres de Tenerife y alguna de sus problemáticas arqueológicas: El poblamiento. (I)
1. Introducción.
El complejo estudio de las manifestaciones rupestres de Tenerife presenta varios problemas de carácter arqueológico, de los que algunos se relacionan con el objeto fundamental de este VII Congreso de Patrimonio Histórico, el poblamiento prehistórico del Archipiélago Canario, como con el contenido de la ponencia marco de esta jornada, el territorio. En ambos casos, esta problemática se desarrolla a niveles teóricos y, en clara dependencia de éstos, también a niveles metodológicos como se puede observar en la bibliografía producida en estas últimas décadas. Sin embargo, las cuestiones que se plantean a partir de los análisis de tipo territorial ofrecen un mayor calado explicativo que las simples adscripciones sobre el origen cronocultural de las manifestaciones rupestres, en la mayoría de los casos sustentadas en criterios subjetivistas y finalistas.
En este sentido, la oportunidad que ofrece este Congreso para contrastar posicionamientos debería permitir también el establecimiento de futuros marcos de desarrollo de la investigación y de debate en una disciplina tan necesitada de discusiones constructivas. En este contexto, el objetivo de esta ponencia es el de cuestionar abiertamente los postulados teóricos y metodológicos de los posicionamientos que, basados en una particular manera de entender la iconografía y el estilo, adjudican a las manifestaciones rupestres una limitada función de genética cultural. Estas tendencias están vinculadas a una fuerte tradición por la cual los grabados rupestres, de una manera subjetiva, se han analizado desde el prisma de la Historia del Arte, lo que ha desvirtuado en gran medida su naturaleza arqueológica durante demasiado tiempo. La impronta de esta perspectiva se ha introducido, a través del formalismo, en muchas de las explicaciones preponderantes en la investigación, especialmente en las de naturaleza histórico-cultural y funcionalista. El análisis iconográfico sobre el que gravitan esas tendencias aísla los motivos figurativos convirtiéndolos en objetos arqueológicos descontextualizados, desdeñando de esta manera las relaciones espaciales y cronológicas a través de las que se insertan en un panel o estación. En esas dos grandes corrientes que sustentaron los inicios de la investigación sobre los grabados rupestres de Tenerife, las metodologías aplicadas se ciñen básicamente a la descripción formal de paneles y motivos, y de la localización de la estación. Las preguntas que se formulan al registro material no demandan otro tipo de metodologías y, por otra parte, las respuestas obtenidas son en gran medida insuficientes y ambiguas por su carácter genérico, si con ellas se pretende siquiera atisbar el rol o roles de los grabados rupestres en la dinámica social de los guanches.
Esta situación se agrava ante las recientes aportaciones de los análisis territoriales que muestran una mayor complejidad tanto en el comportamiento espacial de las estaciones de grabados rupestres, como en sus relaciones con el resto de las evidencias arqueológicas presentes en el territorio. Así, la limitación de las perspectivas anteriores como los nuevos interrogantes que plantean las aportaciones más recientes, exigen que las estaciones de grabados rupestres sean analizadas desde una perspectiva enteramente arqueológica y que, de la misma manera que un yacimiento se estudia desde sus coordenadas espaciales y temporales, se apliquen metodologías de análisis que intenten superar los análisis iconográficos descontextualizados.
2. Manifestaciones rupestres y poblamiento.
La investigación sobre las manifestaciones rupestres de Tenerife ha pasado por varias fases en las que determinados posicionamientos teóricos han ejercido mayor o menor influencia y a partir de sus presupuestos se ha establecido el marco metodológico de análisis (Perdomo Pérez, 2008). Una breve síntesis de tal proceso nos situaría ante tres tendencias: En primer lugar, la Historia Cultural, que inaugura los estudios sobre manifestaciones rupestres en Tenerife y que explica también el retraso de los mismos respecto al resto del archipiélago. El historicismo cultural surge en un primer momento como una manera de vincular culturalmente las manifestaciones rupestres de Tenerife a un pasado prehistórico a través de dos vías: la identificación iconográfica
(1) y el método comparativo-estilístico (2). En este marco teórico y metodológico, la categoría iconográfica de los antropomorfos se convierte en el centro de gravedad sobre el que giran las adscripciones cronoculturales que en aquellos primeros momentos permitieron plantear la relación entre las manifestaciones rupestres de Tenerife y las saharianas con una cronología en torno al siglo I de nuestra era (Balbín Behrmann y Tejera Gaspar, 1983). Esta corriente teórica también ampara las recientes aportaciones de Farrujia de la Rosa y García Marín (2005, 2006, 2007a, 2007b), quienes décadas más tarde añaden algunos ejemplos al repertorio de motivos comparados. Con la misma orientación, pero apuntando a otros focos de origen y a fechas más antiguas, se encuentra otro grupo de investigación centrado en la defensa de la relación entre el poblamiento de Canarias y los intereses pesqueros de fenicios y púnicos en el Atlántico (Arco Aguilar et al., 2000, 2009; González Antón et al., 2003; Atoche Peña y Ramírez Rodríguez, 2001, 2008).
(1) Según Bednarik (2001:112), el método iconográfico es un modo de acercamiento bastante extendido que se estructura en dos partes. La primera, de naturaleza descriptiva, trata de determinar objetos, actividades u otros elementos representados. En un segundo momento se intentan relacionar esas identificaciones con datos arqueológicos o de otras fuentes. En la mayoría de los casos, con este método se identifican especies animales, armas u otros objetos, modos de vida, etc. Sin embargo, para este mismo autor este método presenta serios impedimentos no sólo cuando las representaciones no cuentan con un nivel de detalle suficiente, sino que además el ejecutor de las representaciones y el observador actual no tienen porqué compartir las mismas reglas de reconocimiento de un sistema gráfico. Más allá de estos obstáculos, en muchas ocasiones no se pueden identificar las representaciones por lo que este método sólo puede ser empleado sobre representaciones de tipo naturalista o esquemático. Chippindale (2001:254) también muestra sus reservas en este sentido. Según él, la clave por la que creemos reconocer que se representa una imagen concreta es su forma similar y congruente con algún objeto del mundo real. Este proceso de identificación es muy ambiguo y subjetivo (ibidem, 256), ya que las imágenes que se intentan identificar son el resultado de procesos técnicos que reducen a dos dimensiones la representación de un objeto de tres, con la evidente perdida de información que esto conlleva. Un ejemplo paradigmático de estas dificultades lo tenemos en los numerosos objetos (espadas, escudos, lanzas, cascos, carros, fíbulas, espejos, carros, etc.), representados en el conjunto de las llamadas “estelas del suroeste” de la Península Ibérica y para los que se han propuesto diversos orígenes espaciales y aproximaciones cronológicas (Celestino Pérez, 2001). Autores como Galán (2008:8), señalan la confusión que impera en la historiografía al respecto sobre este tema y que en última instancia no son sino una consecuencia de lo afirmado por Bednarik y Chippindale. Para este último autor, la respuesta característica de las culturas para afrontar este problema es desarrollar un conjunto de convenciones por las que se seleccionan aquellas características claves que se presentan de una manera consistente de forma que los integrantes de una determinada cultura se familiaricen con ellas. Según Chippindale, cuando este conjunto de convenciones distintivas es reconocido, estamos ante un estilo de arte rupestre.
(2) El análisis estilístico presenta el problema de la generalizada indefinición del concepto de estilo (Troncoso Meléndez, 2001:1; Cruz Berrocal, 2005:148), de tal manera que al intentar adentrarse en su análisis teórico observamos que los arqueólogos que trabajan con arte rupestre siempre sienten la obligación de hacer una referencia a las vicisitudes que este concepto ha experimentado en estos últimos tiempos. Absolutamente todos aquellos que tratan este tema están de acuerdo en que tiene un origen en otras disciplinas como la Historia del Arte o la Arqueología clásica, y que su existencia se debe a la necesidad de clasificación taxonómica propia de la Historia Cultural. Así, Francis (2001) apunta a Meyer Saphiro como uno de los responsables que sentó las bases de un tipo de conceptualización de estilo en la arqueología norteamericana. Para este autor (ibídem, 221-222), su desarrollo en el estudio del arte rupestre se sustenta en la definición de Meyer Saphiro, para quien el uso arqueológico del estilo tiene una naturaleza de diagnosis histórico-cultural, que se observaría en una constante en la forma, calidad y expresión de un individuo o un grupo. Este concepto de estilo es monista, en el sentido de que un estilo es único a un periodo de una cultura determinada. De esta manera solo puede existir un estilo o un limitado rango de estilos. Estos pueden ser cíclicos o lineales. En el primer caso, se representan como una analogía biológica de nacimiento, desarrollo y muerte de un ser vivo. La evolución de un estilo se correspondería con el ascenso, madurez y declinación de una cultura específica. Un concepto lineal del estilo, entendería un desarrollo de lo simple a lo complejo, registrado por el grado de naturalismo o precisión de las representaciones. Lo simple, formas geométricas o esquemáticas, cambiaría gradualmente en un solo sentido hacia lo complejo, formas naturales o figurativas. Esta influencia de la Historia del Arte es perceptible en otros autores quienes señalan que “un ciclo artístico pasa por distintas fases de progresión estética en función del tiempo, dentro de un esquema global de lo simple a lo complejo” (Sanchidrián, 2001:47).
Según Francis (ibidem, 223), la influencia de Saphiro es directa en la definición de estilo de autores como Layton, en la manera en que se expresa el vocabulario y la gramática visual. El vocabulario son los elementos representados y las formas regulares a que se reducen esos elementos, mientras que la gramática corresponde a la manera en que se organizan en una composición conjunta. No obstante, la única manera correcta de interpretar un estilo es conociendo las reglas que forman ese vocabulario y gramática algo sólo alcanzable desde las coordenadas internas de las culturas que crean los estilos, o sea sin información etnográfica la interpretación del arte rupestre prehistórico es inviable (ibídem). La misma opinión tiene Bednarik (2001:114-115), quien alega que los estilos existen aun dentro de una gran variabilidad individual y grupal, pero su identificación necesita del conocimiento de su “gramática visual” (sic), algo en lo que es posible indagar para los materiales estudiados por la Historia del Arte pero que no se da para las tradiciones artísticas prehistóricas
En ese mismo sentido, Whitley (2001b:24-25) opina que este concepto normativista de estilo, en su vertiente cronológica, no es otra cosa que una clasificación de tipo histórico-cultural, que se basa en las clasificaciones realizadas para el arte histórico occidental, que han contado con información contextual independiente. Sin embargo, para el arte prehistórico, los investigadores no cuentan con esa información adicional, recurriendo simple y reiteradamente a características formales y situacionales. Otro aspecto, que este autor señala negativamente, es la presunción de que la naturaleza de la variabilidad estilística es entendida siempre de manera evolutiva denegando de esta manera la acción de aspectos funcionales o sociales.
Desde el procesualismo se desarrollaron varias alternativas para explicar, no el estilo, sino su variabilidad en la cultura material (Hegmon, 1992) con aportaciones fundamentales como las de Sackett (1982, 1985, 1986). Este autor sienta las bases del debate que, a finales de la década de los años setenta y principios de los ochenta del siglo XX, se desarrolló sobre la función del estilo justo antes de la irrupción de las perspectivas posprocesualistas. Sackett postula que el estilo es una manera determinada de hacer las cosas que siempre requiere una elección entre varias posibilidades equivalentes para lograr un mismo fin. Así, el estilo es el resultado de unas conductas inconscientes y es una manifestación de etnicidad ya que las elecciones se producen en el marco de la enculturación de los individuos. Sackett pretende romper de esta manera con la dicotomía entre forma y función defendida por autores como Binford (1989), para quien el estilo sólo puede encontrase en los elementos no funcionales de la cultura material. Por su parte, Wiessner (1984, 1985), propone una concepción más activa del estilo como medio consciente de comunicación y expresión de identidad social (estilo emblemático) e individual (estilo asertivo), en la que al cumplir una mediación en las relaciones sociales adquiere una función, apuntándose también a la ruptura de la dicotomía forma-función.
Este énfasis de algunos autores procesualistas en el papel activo del estilo ha sido transformado por el posmodernismo de autores como Hooder (1990) en un análisis teórico sobre la subjetividad individual en la formación del estilo. Es por eso que algunos arqueólogos afirman incluso que “el estilo quizás no sea el gran aliado que pensamos que podía llegar a ser para descubrir a partir de datos arqueológicos la vida social o la identidad de un grupo” (Gamble ,2002:205-206). Para este autor el estilo depende de la forma particular e individual de contemplar el mundo y participa de la visión cartesiana de la realidad. Es una visión moderna y dualista, en la que participa el binomio estilo-función que desaparece por innecesaria con la aparición de conceptos posmodernos como el habitus o el paisaje de la costumbre. El habitus es una manera de interacción personal rutinaria con el contexto que se termina por transformar en identidad personal. Así desde esta perspectiva posmoderna, la identidad se deriva de la acción individual y cotidiana.
Todas estas distintas y contrapuestas reflexiones sobre la naturaleza y función del estilo hacen que éste sea una de las herramientas analíticas más flexibles en su utilización, especialmente cuando no se hacen explícitos los criterios seguidos para su aplicación.
Posteriormente es el funcionalismo quien asume el reto de explicar el papel de las manifestaciones rupestres dentro de una concepción ecológicaadaptativa de la sociedad, asignándoles una función ideológica dentro del subsistema religioso. Todavía en esta fase, los intentos explicativos se sostienen en la interpretación de determinados motivos figurativos como pisciformes, soliformes, podomorfos y su asociación con ritos de libación en las estaciones de cazoletas y canales (Belmonte et al., 1994; Esteban y Cabrera, 2004; Hernández Marrero, 2002; Perera López, 1992; Tejera Gaspar, 1988). A partir de estas posturas funcionalistas se desarrollan los primeros análisis de carácter territorial (Navarro et al., 2002, Borges Domínguez y Álamo Torres, 2002), metodología a la que también recurren otras aproximaciones más recientes que inciden más en los aspectos sociales como explicación para las manifestaciones rupestres (Chinea Díaz et al., 2005; Chávez Álvarez et al., 2007).
Esta breve perspectiva del devenir de la investigación de Tenerife nos sirve para encuadrar el tradicional y estrecho vínculo entre manifestaciones rupestres y poblamiento, así como las problemáticas arqueológicas que acompañan a esta difícil relación. En esta ocasión vamos a centrarnos brevemente en algunos elementos básicos que tienen mucho que ver con el método estilístico utilizado por la Historia Cultural para defender sus propuestas. Aspectos básicos y fundamentales como la representatividad, la variabilidad, la identificación iconográfica, los criterios analógicos y la cronología relativa serán objeto de reflexión para examinar su adecuación metodológica al paradigma del historicismo cultural y valorar el alcance de las propuestas realizadas. Estas cuestiones se plantearán alrededor de los motivos antropomorfos como categoría iconográfica que sustenta estas hipótesis de poblamiento (Balbín Behrmann y Tejera Gaspar, 1983; Farrujia de la Rosa y García Marín 2005, 2006, 2007a, 2007b).
3. La representatividad.
A pesar de no contar aún con la publicación de un corpus a nivel insular se puede afirmar que, gracias sobre todo a la progresiva extensión de las prospecciones sistemáticas, el número de estaciones de manifestaciones rupestres debe contarse mediante centenas. Dentro de este conjunto, las estaciones que contienen motivos figurativos conforman un grupo cuantitativamente reducido, y dentro de éstas las que cuentan con motivos antropomorfos resultan aún más escasas. La construcción de un argumento de tipo estilístico se fundamenta solamente en tres estaciones (3) (Aripe (4), Aripe II (5) y Risco Blanco) que difícilmente pueden constituir una base con la representatividad suficiente, no para su interpretación histórica, sino para formular la existencia de un estilo si además a esa representación cuantitativa añadimos los problemas cualitativos que se detallan en el siguiente apartado.
(3) La estación de La Pedrera (Perera López, 1992) donde se han interpretado como figuras antropomorfas varios de sus motivos no se incluye dentro de estas propuestas.
(4) El topónimo que denomina al lugar exacto donde se ubican los grabados rupestres es La Campana.
(5) Denominada Chajajo 2 por Chávez et al., (2007). El topónimo que denomina al lugar donde se ubican los grabados es La Guitarra.
Continúa...
Carlos Javier Perdomo Pérez
0 comentarios:
Publicar un comentario