Los últimos canarios (III)
¿Cómo explicar esta actitud en comparación con otras anteriores y posteriores? Sin duda los regidores de Gran Canaria habían sabido inspirar en la Corte un temor que, a la verdad, nada justificaba. Ni en esta isla ni en las otras hubo nunca en realidad insurrecciones peligrosas. Pero en seguida, en 1492, se presentan nuevas circunstancias: Alonso Fernández ha conseguido capitulaciones para conquistar primero La Palma, más tarde Tenerife, y él o sus agentes se presentan ante los infelices desterrados para proponerles incorporarse a sus huestes y reanudar así su vida militar. Es seguro que don Alonso fue recibido como un enviado del cielo; y lo mismo hizo en Gran Canaria en el limitado grupo allí residente. Dejémosles asociados al nuevo capitán y veamos en suma qué quedaba en Gran Canaria de la población indígena.
Desde luego siempre supongo que mujeres, más o menos esclavizadas, sus niños, los inválidos y los siervos personales se escaparían de la dura ley de expulsión; pero todos éstos desprovistos de sus naturales cabezas, no ya políticas sino familiares, no constituyen una sociedad, son sólo unos náufragos supérstites. Más importancia hay que dar al guanarteme don Fernando y a sus 40 parientes, que acaso podamos entender no personas sino familias, aunque la cosa no es segura, y el concepto de familia entre los nativos sería muy diverso del de Castilla. También tienen una significación las damas entregadas en la rendición de 1483 (u 84), que se casan con hidalgos castellanos y constituyen familias de prestigio en lo futuro. Pero, sinceramente, después de contados estos grupos, yo había creído que la población de Gran Canaria había sido eliminada, y que, por tanto, la sangre indígena había sido reducida al mínimo en esta isla principal. Piénsese que sólo para ella tenemos estos repetidos documentos reales decretando y sancionando la expulsión de sus habitantes con tales o cuales excepciones. Adelantemos que en Tenerife se propone por el Cabildo y se pide a los Reyes, repetidas veces, una medida como ésta, pero jamás es concedida.
Y no obstante nuevos datos inclinan a ser muy circunspecto en sacar nuestra conclusión. Más de una vez he pensado que la real ineficacia de los gobiernos medievales es un consuelo que nos permite la satisfacción de dudar de que sus brutales medidas de gobierno alcanzasen ejecución. De éstas sería la expulsión de los canarios de Gran Canaria. Veamos este texto: en Las Palmas de Gran Canaria, en 5 de diciembre de 1505, respondiendo a la llamada general del Santo Oficio para declarar las transgresiones en materia de fe que cada uno conoce, se presentaba ante el Tribunal Cristóbal Contreras, estante en la isla, y manifestaba que podía haber tres años y medio, esto es, en 1502, que:
"este testigo vido en un campo que se dise Tesen, una legua de Telde... en una cueva adonde se solían los canarios enterrar, vido muchas cabeças de los dichos canarios y huesos y que vido en la dicha cueva un onbre que le paresció que hera canario muerto y que había, que non devía aver mucho tiempo, que hera allí echado y que tenia debaxo una estera y otra encima y que le paresció como que tenía un tamargo y que llamó este testisgo a un compañero suyo para que lo viese, que llamavan Mateo Quintero, que está en Castilla, vecino de Lepe, y que tomó mala sospecha este testigo por aver xx años que era tomada la isla y todos los dichos canarios son cristianos; y le pareció mal en ver aquél en la dicha cueva de los dichos canarios... dixo esto a un Martín Banes, portogués, que agora es refinador de Agostín de Clavego, que le dixo que no se maravillase, quél avía visto acerca de otro tanto en otra cueva y que creía que los canarios que no heran buenos cristianos" (4).
(4) Colección de documentos del Santo Oficio de Canaria que, procedentes del Marqués de Bute, adquirió, hace poco, el Estado para El Museo Canario de Las Palmas, vol. I, fol. LXI vº.
Lo interesante de la declaración radica para mí no tanto en la verdad de si los cadáveres en putrefacción no parecían de los viejos tiempos, sino recientes, y que la isla había sido dominada e incorporada al mundo cristiano hacía ya veinte años, sino en que los declarantes se refieren a los canarios de la isla como a algo conocido y admitido de todos, y les acusan de mantener sus ritos funerarios propios. Por lo tanto, además de los grupos que he considerado antes, la isla contenía otros, pastores indígenas, bien enraizados. Ello puede explicarse de varios modos: lo más probable es que las expulsiones no afectasen a estos humildes montañeses, que precisamente apacentaban el ganado de los conquistadores y se considerarían siervos de éstos. Otra explicación sería que después de 1491 y enrolados la mayoría de los guerreros canarios en la hueste de Alonso de Lugo, al fin habría cesado el miedo de los colonos o el recelo de la Corte, y las disposiciones prohibitorias habrían caído simplemente en olvido. Pero aun admitido esto como probable, me cuesta creer que los pastores acusados de malos cristianos, por persistir en sus ancestrales ritos funerarios, puedan ser repatriados que aprovecharon la tolerancia para volver a su tierra; nada más eficaz que un destierro de bastantes años, diez por lo menos, para hacerles olvidar éstas y otras prácticas anejas a su vida de antes. Creo ahora que al margen de las expulsiones un número no reducido de canarios, desde luego de los más huidizos, persistió en la Isla, haciéndose pasar como servidores de los colonos.
Veamos en fin las islas del Adelantado; aunque, para La Palma especialmente, conviene advertir en seguida que la decadencia de su población nativa había comenzado mucho antes de la ocupación por Alonso de Lugo en 1492-93.
Es en efecto curioso el reparto de funciones que para las islas de La Gomera y La Palma habían hecho los portugueses del Infante y que acaso remontaba ya a precedentes del siglo XIV. Mientras en La Gomera se buscaban mantenimientos y refrescos y, para conseguirlos, tratos amistosos con sus pobladores, La Palma era el coto de caza por excelencia; sin el menor intento de penetración, se limitaban todos a desembarcar de sorpresa y capturar tantas gentes como fuese posible. Ya Maciot ensayó el negocio, por cierto que con la colaboración de un obispo, que acaso pueda identificarse con fray Francisco de Moya, que alcanzó la mitra de Rubicón en 1436 para ser depuesto por la Sede Apostólica en 1441, acusado de mala conducta. Por estos tiempos se desarrollan los asaltos portugueses, y siguen los castellanos y lanzaroteños en competencia. No obstante la cosa no era sin riesgo; la isla es abrupta, sus habitantes de ambos sexos aguerridos (aunque luego se les diese fama contraria), provistos de perros aptos para avisar las sorpresas y, en fin, la muerte del joven Guillén Peraza no sería la única con que pagarían su codicia los invasores. También los herreños cristianizados pretendían su parte en el botín, y de éstos se dice que, al fin, probablemente a través de cautivos conversos, entraron en tratos comerciales con los palmeros.
El paso decisivo se dio también a través de una cautiva en Gran Canaria, Francisca Palmesa, que propone al Cabildo de esta isla atraerse a los reyes de la zona de donde procedía. Wölfel nos reveló hace ya muchos años (5) el papel de esta animosa mujer en la sumisión de estos reyes palmeros y, luego de la ocupación, en la defensa de los derechos de sus coterráneos, por lo menos, por algún tiempo. Cuando Alonso de Lugo, con su hueste castellano-canaria, arribó a Aridane, halló toda aquella parte de la isla a su lado y dispuso luego de su colaboración con guías, intérpretes y emisarios que le dieron el rápido dominio del resto del país; apenas un distrito, de doce, resistió a la rendición, y de él dio cuenta la traición, según nos refiere Abreu Galindo. De todos modos la conquista había resultado un mal negocio: salvo Tanausú y sus guerreros de Aceró, que caían, naturalmente, en servidumbre —de la que sólo la huelga del hambre libró al caudillo—, todos los demás, amigos o capitulados, eran intocables, y además Francisca Palmesa los defendía de abusos. Afortunadamente la «segunda guerra» despejó la situación; una oportuna insurrección permitió una intervención dura, y buenas masas de palmeros, 1.200 según el Cura de los Palacios, financiaron con sus cuerpos, amén de 20.000 cabezas de ganado, las empresas de Alonso de Lugo.
(5) La Curia Romana... en «Anthropos», 1930.
¿En qué proporción subsistió la población autóctona? Carecemos de detalles, pero en tiempos siguientes se estimaba que poco o nada había quedado: Girolamo Benzoni en su Historia del Mondo Nuovo (6) dice que sólo pudo hallar un canario en La Palma, de 80 años, descendiente de los antiguos jefes y pensionado por el rey de España, que consumía totalmente su pensión en vino, costumbre nada ancestral; claro que se trata de una interpretación errónea, pues la mayoría de la población se habría simplemente incorporado o fundido en la nueva sociedad y habría perdido toda conciencia diferencial; precisamente más tardío es el testimonio de Gaspar Fructuoso en sus Saudades da terra (1590), que cita a las mujeres indígenas de La Palma como inhábiles para tejer. Incluso fuera de su isla poco se nos habla de palmeros autóctonos, ni tenemos noticias de expulsiones. Más bien creo que la afluencia de repobladores, en gran parte portugueses, fue tanta, que anegó rápidamente al grupo indígena, que sería débil desde un principio —la isla carecía de cultivos y por tanto sus recursos eran muy limitados—, y más después de la «segunda guerra».
(6) Impresa en Venecia, en 1572; pero la fecha del viaje del autor es de 1541.
Continúa...
Elías SERRA
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