lunes, 7 de julio de 2014


Los últimos canarios (II)

La isla del Hierro se hallaba, según testimonio del mismo Canarien, en extremo estado de despoblación por acción de los piratas, más allá todavía de lo visto en Lanzarote. No se quedó corto Béthencourt en este caso, pues, engañado el jefe indígena por un intérprete, se entregó con todos sus hombres, hasta 111, que fueron acto seguido repartidos como botín. El ingenuo narrador trata de excusar semejante traición, a la verdad no empleada en las islas orientales, en razones de necesidad, y en que nos dice que si no fuese por los menages normandos ahora establecidos esta isla hubiese quedado desierta y sens creature du monde. Términos todavía exagerados, pues aunque mujeres y niños corriesen luego la suerte de sus parientes, muchos quedarían en la isla misma al servicio de sus raptores; y, en fin, en la tradición histórica local se habla de una insurrección de «segunda guerra», según el concepto jurídico ingeniosamente inventado por los conquistadores de Indias, para designar el levantamiento casi normal en cualquier país tras una primera sumisión, cuando se perciben, en toda su vastedad, las terribles, mortales consecuencias de la rendición. Sin duda tuvo bien poca importancia esta rebeldía, que intentarían algunos jóvenes de los que unos años antes no fueron deportados por su niñez; y la isla del Hierro debió ser, de entre las Canarias, acaso la que menor proporción de sangre indígena conservó.

Del proceso de atracción, luego sumisión pacífica, por último violenta, de los naturales de La Gomera, se ha escrito mucho más. Esta isla, la única que sin verdadera conquista militar se incorporó al mundo cristiano, presenta una historia dramática, o mejor, trágica, en tal medida, que se podría pensar en un verdadero exterminio de sus habitantes; pero, lejos de ello, tanto el estudio de la población actual, como un cuidadoso examen de los hechos, inclina a pensar lo contrario. El tema, como digo, ha sido tratado, y voy a excusar detalles: fracasado Béthencourt en sus tentativas, la presencia cristiana en La Gomera es doble desde la primera mitad del siglo XV; los portugueses del famoso Infante Henrique de un lado, los castellanos de los Casaus-Peraza por el otro. Es un doble cortejo, en el que los gomeros salen ganando, por lo común; algún episodio de captura traicionera que se nos cuenta del lado portugués es en seguida cortado por el Infante con devolución a su isla de los cautivos, cargados de obsequios. Además son utilizados como compañeros de aventura en las razzias lusitanas en La Palma, nuevo motivo de prestigio ante sí mismos. Simultáneamente, acaso antes, en 1434, otro jefe gomero, Chimboyo, probablemente a través de los castellanos, recibe un salvoconducto de la Sede Apostólica para poder trasladarse con sus familiares a las islas ya cristianas. Así, sin lucha militar, los gomeros, unos y otros, se hallan incorporados a la iglesia cristiana, a la cual pagan diezmos y reciben todos los sacramentos, según palabras del obispo Frías. Claro que los testigos contemporáneos no callaron que no los tenían por tales cristianos, pues no sólo ignoraban la mayor parte de los dogmas y oraciones sino que, lo que es más grave, vestían a estilo gentil.

Cuando en 1454 el Infante fue obligado a desembargar todas sus pretensiones a las Islas a favor de Castilla, los señores de las ya cristianes, los Peraza-Herrera, resultaron beneficiados con el dominio indiscutido de La Gomera, pero es muy probable que la cantidad de gentes inmigradas fuese insignificante: una pequeña guarnición «de las islas», esto es, majoreros de las islas orientales, en la torre de San Sebastián, y nada más. En la masa de la población persistirían la lengua, el vestido e infinitas costumbres e instituciones nativas. Si un gobierno transigente y alejado en su centro de la isla misma hubiese persistido en ella, tendríamos el ejemplo de una isla cristiana y canaria hasta fechas tardías, quién sabe si actuales, hasta que la multiplicidad de contactos acabara por gastar lo indígena frente a lo español.

No fue éste el caso. Un joven impetuoso y codicioso vino a disfrutar personalmente, por cesión de sus padres, del gobierno directo de la isla, y sus relaciones con los indígenas se fueron agriando, tanto que, después de un levantamiento más o menos general, el joven Fernán Peraza fue asesinado (1488). Mientras la viuda, Beatriz de Bobadilla, defendía heroicamente el derecho de sus hijos, una represión sangrienta, brutal, fue llevada a cabo por el gobernador de Gran Canaria, Pedro de Vera, de acuerdo con ella. Tenía inmediatos precedentes en los cautiverios infligidos por Fernán Peraza el Mozo durante su dominio; corrió la sangre, pero es probable, por razones económicas, que fuese mayor la sevicia en cautiverios. La tradición histórica, que luego Wölfel ha demostrado cierta con copiosa documentación, presentaba a los obispos de Canaria resistiendo estos abusos y crueldades; aunque subsiste alguna obscuridad sobre la personalidad del prelado o prelados —tradicionalmente, Juan de Frías, pero fallecido éste en 1485, tiene que ser, en parte, su sucesor, y, todavía luego, sus derechohabientes—, vemos cómo la Corte, esto es, los Reyes, a instancia de estos dignos pastores, no cesa en sus sentencias y en sus ejecutorias para devolver la libertad a los gomeros cautivos. Aún suponiendo que el resultado no fue completo, muchos fueron recuperados. Pero, ¿volvieron a su isla? Creo que muy pocos. El primer ensayo de trasiego de canarios fue el de La Gomera; primero, cuando Fernán Peraza incurrió en desgracia de la Corte, fue condenado (entre otras sanciones) a participar con un contingente gomero en la conquista de Gran Canaria; indultado él, sus compañeros quedan retenidos indefinidamente y aún fueron víctimas de los castigos, acusados de complicidad en la muerte de su amo. En segundo lugar, sabemos también que los gomeros recuperados por las gestiones episcopales son retenidos en Gran Canaria, contra la orden dada, y ahora reiterada, de los Reyes. En fin, una colonia gomera integró, desde este primer momento, la población de Gran Canaria. Otra, bien nutrida, había en Tenerife, en la que figuraban servidores del obispo, probables escapados de la deportación. Eran muy mal vistos por los vecinos y, en cierto momento, 1504, el Cabildo insular acuerda su expulsión como reos de pequeñas faltas, raterías de miel, de ganado, etc. Apelaron, y parece que no se consumó el atropello. En fin, para hacernos una idea de la nación gomera después de 1488, pensemos que, si muchos fueron los muertos, cautivos y expulsos, la isla siguió poblada; los autores antiguos dicen que en esta ocasión es cuando La Gomera fue repoblada de cristianos. Pero, ¿de dónde? Pedro de Vera pudo dejar algunos, con vastos repartimientos, pero la mayor parte de la gente de que disponía la necesitaba para Gran Canaria, ahora en el momento crítico de su primer establecimiento. Nunca debió de haber un aporte masivo de castellanos, y la raza indígena, diezmada, retoñó intensamente, como el buen árbol tronchado. Esta isla, insisto, debe ser la que guardó mayor proporción de sangre indígena, si bien, destruidos sus cuadros sociales, perdió también el bloque de sus instituciones, aunque en menor grado que sus vecinas.

Y nos toca hablar de la suerte que cupo a los canarios propiamente dichos, a los indígenas de Gran Canaria. A propósito de la incorporación parigual de estos bravos guerreros a Castilla se ha novelado ya mucho. De todos modos, el recuerdo que quedó en las crónicas, de las deslealtades de Pedro de Vera, hizo siempre patente que no podía simplificarse el hecho histórico hasta reducirlo a un abrazo en Calatayud o en el Llano de la Paz. Los tratos, amistosos u hostiles, de los canarios con los castellanos, a través de los señores de Lanzarote, de los franciscanos de Fuerteventura y de los obispos de Rubicón, venían de antiguo; ya en el siglo XIV existía un comercio de trueque entre mercaderes europeos y los indígenas, en los principales surgideros. Cuando en 1477 los derechos de conquista son traspasados a la Corona, comienza una dura guerra, con propósitos resolutivos, y los caudillos tradicionales de la isla, los guanartemes, bravos pero no ajenos a las artes de la diplomacia, pronto adoptan una actitud de transigente negociación, que implica el reconocimiento de la soberanía de Sus Altezas los Reyes de Castilla. En cambio, el caudillo popular, irresponsable, Doramas el Valiente, sucumbe a pecho descubierto.

Es confuso lo que hasta hoy sabemos de este proceso de lucha y sumisión llevados paralelamente. A última hora Antonio Rumeu (1) ha hecho afirmaciones que suponen nueva documentación, que acaso ayude a poner en claro los hechos; y ya Wölfel había renovado el tema, al presentar el testimonio de la entrevista de Calatayud de 30 de mayo de 1481 y otros documentos de la postconquista. Ciñéndome al tema de la suerte de la población indígena, se ve que hay una sumisión ante Pedro de Vera, bastante pronto; pero éste no considera prudente guardar junto a si esta masa de guerreros sometidos de mala gana y, valiéndose de una sacrílega mentira, los embarca, al parecer para invadir Tenerife, en realidad con destino a Andalucía, no sabemos si con deseo, ante todo, de alejarlos de su isla, o si con propósito de lucro. ¿Serán estos mismos los que en Calatayud consiguen de Sus Altezas promesa de libertad de movimientos y comercio entre su tierra y Castilla? ¿Es posible que regresasen? Terminada la sumisión de la isla, en gran parte por éstos y otros pactos, vemos a la flor de la milicia canaria, con sus familiares, viviendo miserablemente extra puertas de Sevilla, dedicados a viles menesteres y sometidos a todo género de abusos. En 1483 una segunda gestión ante los reyes, ahora llevada a cabo por Fernando Guanarteme, al parecer el más ilustre, pero al fin sólo uno de aquellos caudillos negociadores, halló menos gracia ante Sus Altezas: sólo el Guanarteme y sus inmediatos parientes, en número de 40, son admitidos a regresar a su isla. El mismo don Fernando de Gáldar, como a veces se le llama, se queja ante la Corte, en 1485, de la situación de sus compatriotas, y se le promete remedio a los abusos, pero nada tocante a su repatriación. De todos modos, antes o después de esta fecha, algunos regresan más o menos clandestinamente, lo que en 1491 provoca la alarmada protesta del Cabildo de la isla ante los Reyes; denuncia que en lugar de los 40 parientes autorizados han ido entrando otros, que llegan a superar, dicen, la población cristiana de la Isla, que no podíamos imaginar tan reducida. En efecto, se dice que los canarios repatriados pueden ser unos 150 y que su número hace insegura la dominación el dominio castellano de la misma. Y ahora bien, mientras hemos visto —y veremos todavía— a la Corte tan constante en la defensa de los más elementales derechos de la población indígena, hallamos en el caso de Gran Canaria una actitud distinta: desde la sumisión de don Fernando Guanarteme se limita, desde Castilla, el número de canarios que pueden vivir en su isla, y ahora, ante la reclamación del Cabildo, se insiste en la prohibición: «mandamos que luego que con esta nuestra carta fuéredes requerido [el oficial real] veades lo susodicho e lo que por nos fue prometido al dicho Guadalterme e si algunos canarios, de más e allende de los dicho quarenta que mandamos que viviesen en la dicha isla, se han ido a vivir a ella, los fagáis salir de la dicha isla e que se vegan a qualesquier partes destos nuestros reinos o de fuera dellos que quisieren» (2). Todavía en diciembre del mismo año, en el Real de la Vega de Granada, insisten los Reyes en la rigurosa prohibición de regresar los canarios a su isla: «mandamos e defendemos a los dichos canarios e a sus mujeres e fijos que non sean osados ellos de ir a la dicha isla sin nuestra licencia e mandado e carta especial para ello, so pena de muerte...» (3).

(1) «Diario de Las Palmas», 10 de julio de 1959.

(2) Orden Real al pesquisidor Maldonado, de Córdoba, 27 de septiembre de 1491, apud Wölfel, Don Juan de Frías, publicación de El Museo Canario, 1953, pág. XVIII, o 32 en la separata de la reproducción del mismo trabajo en la revista «El Museo Canario».

(3) Loc. cit. pág. XX o 35, respectivamente.

Continúa...

Elías SERRA

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